En 771, Carlomán murió y, a pesar de tener dos hijos, éstos no tenían ningún derecho, según la ley franca de sucesión, para obtener el trono. Carlos se convirtió así en el rey de los francos. Como había heredado de su padre el título de Patricius Romanus, tenía la obligación de proteger a la Santa Sede, cuyo principal enemigo era el Estado lombardo del norte. Su principal tarea era proteger al reino de los pueblos paganos (como los sajones, que por el norte no paraban de realizar incursiones en tierras francas) y también proteger a Roma, con lo que sus principales enemigos fueron, para esta época, los sajones y los lombardos. En 772 llevó a cabo una campaña contra territorio sajón, que se saldó con una victoria morrocotuda por parte de los francos. Y en la primavera de 773 reunió toda su fuerza militar para cruzar los Alpes e invadir Lombardía, pudiendo tomar la capital, Pavía, en junio de 774. Pero antes de que cayera la capital, Carlos se llegó hasta Roma durante la Pascua de 774, donde fue recibido con la mayor de las dignidades posible y hasta fue aclamado imperator por las propias milicias romanas. Su coronación como Emperador no ocurriría hasta el año 800, pero allí se pasó siete días dialogando con el Papa y, sin duda, se establecieron las líneas maestras de la posterior política de colaboración entre la Santa Sede y el Regnum Francorum.
La fama militar y el acercamiento de Carlos a la Iglesia, que se revelaba incluso en su participación en discusiones dogmáticas, le habían llevado, en los últimos años del siglo VIII, a granjearse el título oficioso de Emperador de Occidente.
En la Navidad de 800, el Papa celebró una misa pontificia a la que asistió Carlos, y cuando éste se arrodillaba delante del altar mayor, bajo el que se hallaban los cuerpos de San Pedro y San Pablo, el Papa se le acercó y le colocó sobre la cabeza la corona imperial, prorrumpiendo en un Carolo, piisimo Augusto a Deo coronato, pacificio magno et pacificio Imperatori, vita et victoria.